Las Fases de la Luna.

"El amor que puede morir, no es amor".


I.

– No.

El dulce sabor de una tierna despedida sacudió mi alma y la despertó de un sueño profundo. Respiré hondo, y con la mayor dignidad que pude ser capaz de proyectar, me levanté y salí del restaurante, dejando fragmentos de mi corazón repartidos uniformemente hasta la parada del autobús.

Un cielo oscuro y grisáceo, la ciudad triste y monótona y un aire de invierno decoran la escena. Aún siento los músculos adormecidos. Es más, no siento siquiera los músculos.

Temblando, lentamente recupero la sensibilidad.

No.

Mi mente me tortura siniestramente como solo ella sabe hacerlo. Amenazo con fallecer aquí mismo, pero aún sin saber como, me mantengo en pie. El autobús llega, pago con un billete arrugado y me siento en los últimos asientos. Son las siete de la noche, eso me informa mi reloj de pulsera de imitación de oro.

Aún respiro entrecortadamente, como si tuviera un cuchillo entre las costillas. Y quizá sea cierto, pero no derramo sangre.

Pasan veinte minutos de vueltas y movimientos bruscos, pero apenas si los siento. Aún mi mente está tranquila, siniestramente tranquila. Eso me preocupa, pues sé que espera una noche de agonía parsimoniosa, música deprimente y calmantes ilegales.

Me bajo del autobús a trompicones y comienzo a caminar hasta mi casa, a tres cuadras. Cuando voy por la mitad de la primera, una lluvia finísima golpea mi cara con cuidado, casi con cariño. Toso continuamente, quizá el cuchillo si es de verdad. Incluso agacho la cabeza para confirmar que no sea cierto, pero lo único que veo es la camisa de seda blanca que hoy especialmente he usado. Quizá ni siquiera le importó. Fueron diez minutos suficientes para hacer valer mierda tres años de esfuerzo.

II.

Giro la llave con la mano temblorosa y entro a mi apartamento, de paredes oscuras y muebles claros que contrastan entre sí. Ni siquiera me cambio la ropa que ahora gotea y moja la alfombra de veinte dólares.

Casi inconscientemente, caliento agua y saco una bolsita de té. Tiemblo, y quizá no sea del frío. Tarde o temprano, mi mente va a volverse una oscura pesadilla de rostros, angustias y temores.

Mientras el agua hierve en la tetera, me siento en los sillones raídos. Me he dado cuenta de que no he encendido ninguna luz.

Bah.

De todas formas, la oscuridad es una constate en nuestra vida. Me acurruco como si eso pudiera evitar la dolorosa embestida que me da mi mente.

No.

Esa palabra se repite en mi cabeza como una balada de los años noventa. Comienzo a sacudirme violentamente, y las lágrimas se deslizan silenciosamente de mis ojos a mi barbilla. Que triste es verme en este estado: mi independencia, mi fortaleza y mi determinación son ahora temas del pasado casi olvidados.

El reloj marca las ocho y media.

Me retuerzo, intentando ser fuerte ante el dolor. Pero este es un dolor que pocas veces se cura, sino es que te mata primero.

III.

¿Qué hice mal? O quizá sea mejor preguntar, ¿qué hice bien?

Porque no he sido tan mal ser humano para recibir esta clase de golpes tan fuertes.

¿Qué hicimos tan mal, que no tiene remedio?

No.

¡Maldita palabra! ¡Ojala no existiera esa maldita palabra! ¡Ojalá no existiera ya nada!

Contemplo mi reflejo en el vidrio de la sala. O lo que queda de él. Hinchado y demacrado. Quizá ese sea el estado natural del ser humano, esa fotografiada tristeza repercutida en lágrimas y quejas silenciosas. Quizá esto no es más que una terrible y larga pesadilla, y mañana despierte tendida entre sábanas de lino con el sol otoñal en mi rostro.

Pero… ¡No! ¡Nada nunca puede salir bien! ¿Es que acaso he sido tan mala persona?

No…tengo que ser racional. ¿Cuántas personas no han pasado por esto? Eso no significa que esté pagando algo, esta vida nunca se rige por esa ley.

Es cierto, miles sufren por amor a cada minuto. No debería preocuparme.

Pero es cierto, me preocupa. Me importa. Me duele.

Y me mata.

IV.

Son las nueve. Hasta olvidé el té. No quiero levantarme nunca más de este sofá mullido.

Podría quedarme aquí hasta que mi cuerpo olvide, tal y como lo hará mi mente de forma gradual. Será un proceso de mil años pero lo haré.

Soy una mujer fuerte e independiente, debería poder recuperarme de esto. Mis padres murieron cuando yo era muy joven, y aprendí a valerme por mí misma sin ningún apoyo. Debería poder recuperarme fácilmente de esta. Quizá un poco de distracción me hará olvidar. Así que me levanto con muchísimo esfuerzo, enciendo las luces y me pongo a ordenar mi apartamento.

Cuando el reloj marca las diez, contemplo el perfecto orden que me rodea. A través de la ventana de la cocina observo una hermosa luna llena.

Y se me cae el alma a los pies.

– No.

Es como recibir un balazo. Inclusive me tengo que sentar. De nuevo ese adormecimiento en mis músculos, ese bloqueo neuronal.

V.

Es irremediable. Soy un fracaso. Tengo que aceptar la realidad: no hay estructura que soporte golpes tan grandes, y el que recibí fue enorme.

Fue la primera vez que me abrí al amor después de una ajetreada vida con sexo de por medio, lo que me llevó a desconfiar de todo.

Me cerré eternamente, una herida suturada. Pero cuando intenté abrirla de nuevo, encontré solo un dolor más grande y un charco de sangre oscura.

Eso siempre sucede. Entre más cerrado esté el corazón, más grande es la herida cuando se abre de nuevo.

Ha parado de llover, pero las gotas y el olor a tierra mojada inundan la casa. Tengo rosas sembradas en macetas, rosas blancas y rojas. Me gusta el contraste que dan. Quizá me guste el contraste en todo lo que me rodea: quizá de ahí la razón del porque me enamoré precisamente de ti.

Entonces razono: esta vida no es más que un interminable ciclo de desventuras y altibajos mezclados con períodos de relativa felicidad y armonía. Cuando llego a esa conclusión, pienso que no solo la vida, sino otros detalles más significativos también presentan este ciclo de balance.

Abro las ventanas de la cocina y veo las rosas llenas de rocío resplandeciente como pequeños diamantes gracias a la luna llena que decora el escenario.

Tomo una rosa blanca y la corto, la pongo en un vasito con agua y la observo. Quizá la rosa era feliz en su rosal, pero al cortarle la vida se empeña en brillar una última vez, tal vez por eso luce tan bella bajo la luz del fluorescente.

VI.

He llegado al clímax. Al final trágico de esta obra digna de interpretarse por juglares.

No sé que hacer, no sé como actuar. No sé nada.

No.

Y esa maldita palabra resuena en mi cabeza. No sé que decir, no sé que pensar.

Soy una carcasa vacía, se ha ido todo mi aliento, mi alma, mi esperanza.

Con una sonrisa maniática y vacía, sirvo agua hirviendo dentro de mi bolsita de té. Huele a limpio, como un nuevo inicio.

Tomo un sorbo, y aún con esa sonrisa triste, me siento en el sofá. Garabateo una nota para que alguien, ojala el culpable la encuentre. De todas formas el asesino siempre vuelve a la escena del crimen.

Tomo otro sorbo de té. Ya me siento mejor, más relajada. Hubiera pensado que, como otras desventuras amorosas, terminaría en mi cama con canciones que pueden romper corazones literalmente.

Cierro los ojos y me dejo acurrucar por la silenciosa noche. Abro los ojos una última vez solo para fijarme en la hora. Once de la noche.

La hora perfecta.

La luna resplandece con todo su poder. Mañana será otra, pero conservando su magnífica esencia. Mañana será menos, pero estará allí siempre, para mí.

Un último sorbo de té. Oigo ruidos de forcejeo y de repente, contemplo una sombra sobre mí. Me agita los hombros y me llama por mi nombre.

¡No!

Es tarde, muy tarde ya.

Cometí suicidio un 27 de agosto, y mi cuerpo fue declarado muerto a las once y cinco minutos, un día de luna llena. El último rostro que observé fue el de la mismísima muerte, de ojos celestes y piel pálida. No fue el rostro de La Muerte como todos la imaginan, pero para mí lo fue. Fue el autor de mi muerte.